viernes, 23 de mayo de 2014

IRVING LAYTON ( RUMANIA,1912 - CANADÁ ,2006)



EL BECERRO


Casi no se tenía en pie. Pero incluso separado
de la madre y los olores del establo
conseguía sorprender con su orgullo,
con la promesa de soberanía en la forma
en que su cabeza se movía para atraernos.
La vigorosa luz del sol que arrancaba el maíz del suelo
lamía sus lomos bien formados.
Demasiado joven para tanto orgullo.
Pensé en el destronado Ricardo II.

«Los becerros no dan dinero», había dicho Freeman.
El clérigo que nos visitaba le frotó el hocico
que aún resopla patéticamente en este día sin viento.
«Una pena», se lamentó.
Se deslizó mi mirada desde su sombrero hacia el cielo vacío
que rodeaba al negro corrillo de hombres,
a nosotros y al becerro que esperaba el primer revés.

Tras el golpe,
el becerro dobló las patas enjutas
como si tomara fuerzas para un ímpetu desatinado...
se tambaleó... levantó hacia nosotros los ojos oscurecidos,
y comprobé que éramos el objeto
de su mirar aterrado, cada vez más pequeños,
hasta que fuimos tan sólo el mazo ponderoso
que rozó su oreja sangrante
y que le tumbó de costado, rígido,
como un bloque de madera.

Bajo la cima de la colina
el río bufaba en la improvisada playa.
Cavamos un hoyo profundo y tiramos allí al becerro muerto.
Hizo un sonido mojado, un borboteo sepulcral,
cuando se hincharon y aplanaron sus cálidas ijadas.
Ya colocado, el animal parecía dormido,
una pata delantera sobre la otra,
desprovisto de su orgullo y tan bello ahora,
sin movimiento, totalmente quieto en el hoyo fresco.
Me di la vuelta y rompí a llorar.